Voces mudas
Ella, sentada sobre la mesa
del desayunador, notó que él la miraba mientras sus dedos jugueteaban con una
servilleta que yacía junto a ella. Con manos blancas de marfil él giraba la
servilleta, retorciéndola, dándole forma, hablando de amor sólo a través del
gesto.
-
¿Me decís la verdad?- le preguntó ella mientras hacía
que sus tobillos se movieran como si fueran bailarines de ballet, con una
gracia inexpresable, al ritmo de una exquisita pieza de amor, interpretándola
aún mejor que mencionados bailarines.
Él se llevó la mano a la parte
posterior de la cabeza, revoloteándose un poco el cabello con sus dedos, a punto
de encontrar las palabras adecuadas. En un gesto de puras ansias, ella se
abrazó las piernas, quedando aún más pequeña y sintiéndose más pequeña en la
espera de las palabras adecuadas de él.
-
Vos decime la verdad.
Ella se mantenía erguida y
soñadora, moviendo las piernas que colgaban como una obra de arte que es
imposible de reproducir, como si fueran un símbolo de expresión de la totalidad
de su cuerpo, como si pudieran sustituir cualquier expresión acertada que
describa un sentimiento.
Él se mantenía dubitativo e
inhibido, moviendo las manos de pianista como si fueran la única parte del
cuerpo capaz de explicar sus sentimientos, como si pudieran reemplazar cualquier
mirada transparente. Iban de un lado a otro, con la serenidad del silencio, la
agilidad de las palabras punzantes y
justas, la delicadeza de un hombre que no tiene miedo de hacerla
visible.
La verdad que ambos querían
saber estaba a la vista. La verdad que transmitían a través de esos detalles
que les fascinaban el uno del otro. La única verdad que tan fácil se leía, que
ni uno ni el otro ignoraba y que ambos anhelaban poner en palabras.
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