Despertar
Gotas suicidas del tamaño de canicas se estrellaban ruidosamente contra la puerta de vidrio que ocupa toda
una pared de su habitación, a la vez que los relámpagos hacían una visita fugaz
cada algunos minutos.
El día anterior ambas habían tenido un intenso vuelo, así que ahora dormían, mientras la vista del exterior las observaba mojada, de semblante gris y risueño.
No está tan mal: desde el piso más alto del destartalado edificio puede verse el cielo como a la altura de un roce con la mano desde el techo y las paredes de cristal y, con un poco de esfuerzo, puede uno apreciar cierta belleza en los otros edificios. Casi tan altos e igual de lúgubres, cuentan con amplias ventanas de formas variadas y puertas por piso, que dan al aire, claro. Rara vez se ven cortinas, y aún menos se ven balcones, pero el encanto de las construcciones está en sus paredes y puertas cristalizadas.
El día anterior ambas habían tenido un intenso vuelo, así que ahora dormían, mientras la vista del exterior las observaba mojada, de semblante gris y risueño.
No está tan mal: desde el piso más alto del destartalado edificio puede verse el cielo como a la altura de un roce con la mano desde el techo y las paredes de cristal y, con un poco de esfuerzo, puede uno apreciar cierta belleza en los otros edificios. Casi tan altos e igual de lúgubres, cuentan con amplias ventanas de formas variadas y puertas por piso, que dan al aire, claro. Rara vez se ven cortinas, y aún menos se ven balcones, pero el encanto de las construcciones está en sus paredes y puertas cristalizadas.
En el cuarto no hay un solo mueble. Sólo embellecen la habitación un colchón de dos
plazas cubierto por una manta azul con blancas flores de Lis y un ventilador
viejo cuyas hélices giran ruidosamente, razón por la cual evitan encenderlo cuando no
hace demasiado calor, y jamás suele hacer demasiado calor. Un aroma de madera
vieja llena la habitación, quizás proveniente del suelo, y paredes de ladrillo
a la vista dan un aspecto aún más triste al lugar, pero le obsequian a su vez
un dejo algo pintoresco.
Dos
cuerpos descansaban sobre dicho colchón: el cuerpo de Candia y el de
Clementina. Candia se sonroja al reír, y arruga la pequeña nariz cuando acaba
de decir algo sin demasiado sentido; a Clementina le resaltan sus pecas al
palidecerse su piel en llanto, y se achinan sus ojos cuando canta una canción, sonriente.
Candia
fue la primera en despertar. El celular de su hermana estaba sonando con una
melodía estruendosa de Chopin. Lo alcanzó con un solo ojo entreabierto,
sintiendo la caricia de algunas plumas al estirar el brazo una buena distancia.
Leyó “Paula Altivez” y, despertándola, le dijo entre rugidos de sueño:
- Tu caso de caridad te está
llamando.- No… la llames… mi caso de caridad- fue más que nada un balbuceo incomprensible.
- Le das las clases de piano gratis, Clem. Es tu caso de caridad.
- No tiene alas, Candia, ¿Sabés lo difícil que debe ser vivir así? ¿Caminando a todos lados desde que nació?
- Si no la tratás como a los demás, la estás excluyendo vos. El señor del piso de abajo es ciego, y le cobrás las clases igual. Además, ahora con tanto edificio es más fácil caminar.
De a
poco se fueron incorporando las dos. Una vez levantadas, mientras Clementina
caminaba hacia la cocina y hablaba con la mujer sin alas por teléfono, Candia se hacía el
desayuno, volvía a la habitación y salía por el inmenso ventanal sin que su
hermana lo notara, para ir a trabajar. Ella, por su parte, acabó accediendo a
darle las lecciones a Paula una hora antes de lo usual, por lo cual preparó una
infusión de té en su taza térmica rápidamente, fue hacia la habitación y tomó
aire profundamente para que sus alas, perfectamente alineadas con su cuerpo,
abandonaran su posición vertical y se desplegaran grácilmente, inmensas, hasta superar
su altura por unos cuántos centímetros. Ya acostumbrada a ellas no se detuvo en
el brillo de las plumas negras que resplandecían a la luz tenue que brindaba el
cielo nublado.
Por la
noche, ambas se vieron reunidas nuevamente en este mismo departamento, como lo
hacían desde hacía ya algunos años. Casi nunca salían de allí, simplemente
acomodaban unos cuántos almohadones contra una pared, se sentaban en el colchón
y conversaban fluidamente con dos tazas de chocolate caliente en las manos hasta
que sentían sueño, y entonces simplemente dejaban las tazas en el suelo, a un
lado de la almohada, y quedaban dormidas.
(...)