Anita, Vicente y el lamento

          La miró a los ojos, angustiado, esperando que Anita le devolviera la mirada, pero ella hizo algo mejor: le dedicó una suya más profunda y alegre. Alrededor de ellos crecían los pastizales, podían sentir el aroma de la pronta primavera y oír cada tanto el galope de caballos a lo lejos. A Vicente cada sonido le parecía como el de la aguja de un reloj malicioso, sincronizado a los latidos de su corazón apelmazado.

          Anita había crecido en el campo. Huérfana, se había criado con el dueño de las tierras en que vivía, que, desde su nacimiento trece años atrás, la había alimentado y le había brindado un hogar. En sus ojos se veían los gestos dulces de los hombres, la belleza del mundo, la inocencia de los niños, el amor de las madres. Sus pestañas causaban el viento suave del aliento, su sencillez apaciguaba a quien se tomaba el tiempo de conocer su pureza. No conocía el rencor y, así algo torpe y falta de inteligencia, sabía disfrutar cada momento sin detenerse demasiado en algún tipo de análisis que pudiera quitarle su encanto.
          Vicente creció en la capital de Buenos Aires, y de todo lo que cree conocer, desconoce la esencia. Siendo un hombre realista de cuarenta y tres años, un lado curiosamente sensible e ingenuo suele asomarse a sus pensamientos, sobre todo cuando yacía junto a Anita; ambos descalzos, sintiendo la hierba escabullirse entre sus dedos.

          "En cinco días vas a estar muerta", pensó Vicente ese miércoles y le dijo algo mientras ella lo analizaba con una mirada cuyo brillo parecía entretenerse con el vuelo del cacuy que lloraba a unos metros.
          "Cuando me traés flores soy feliz", pensó Anita, o algo parecido. Ella ignoraba su porvenir. No le respondió.

          Hacían ya dos meses, la misma noche en que oyó por primera vez el armonioso lamento del cacuy, Vicente había salido a "estirar un poco las piernas". Dado que las piernas ni se estiran ni se encogen, simplemente caminó. Tomó un angosto camino de tierra cuyas piedritas crujían a cada paso que daba. Luego se desvió y se aventuró a campo abierto, que estaba desolado a aquellas horas de la noche. Miraba las estrellas, que le recuerdan al centellar del río y a los adoquines mojados de Buenos Aires luego de un día de lluvia, mientras sus pies avanzaban como por voluntad propia. Fue entonces cuando conoció a Anita, al tropezarse con ella. "Ay, espero no haberla lastimado", pensó, pero no sé bien qué dijo. Ella caminó alejándose y Vicente sintió el impulso de detenerla, a esa criatura maravillosa de ojos de calma y aires de nobleza en su caminar campesino. Hizo un ruido extraño que la hizo voltear y ella pensó: "¡Qué hombre gracioso y bueno parece!", o algo parecido.
          Así comenzó su amistad. Vicente le llevaba florcitas que arrancaba en el camino,  y Anita besaba sus manos cariñosamente, en forma de agradecimiento. Él pasaba horas hablándole, y ella encontraba dicha en su voz; también encontraba dicha en verlo, acostado junto a ella entre las flores silvestres. Su amigo, el único.
          En una ocasión, Anita lo sorprendió en el granero de la granja en la que Vicente estaba alojándose. Él no había podido pasar a visitarla en dos días, así que ella había ido a su encuentro. Se distrajo con una vaquita de San Antonio que fue a posarse en su rostro haciéndole estornudar, y Vicente se enterneció al contemplar la escena, no pudo evitar sonreír y notar cierto parecido entre ella y la vaquita de San Antonio... ambas tan bien intencionadas. "Anita, tenemos que pedir tres deseos, como es debido cuando uno ve uno de esos bichitos", pensó Vicente y creo que eso le dijo. Tres deseos pidió Vicente para sus adentros y dos son los que sé, porque cuando estaba él pidiendo el tercero, todo lo que pude percibir fue un prolongado sollozo del cacuy: que Anita viviera muchos años más y que todos entendieran como él que las palabras se oyen incluso cuando no han sido pronunciadas. Y la abrazó como hacía mucho tiempo no abrazaba a nadie.

          "En cinco días vas a estar muerta", pensó Vicente, le dijo algo, se quedó pensativo unos minutos y se alejó para no volver a verla.

          Hoy es domingo, los cinco días pasaron y todos ríen a excepción del cacuy, que sabe lo que le sucedió a Anita y que se lamentaría de todas formas si lo ignorara; lo sabe porque la vio cabeza abajo con sus tobillos atados y un charquito brillante debajo. Incluso Vicente ríe en este domingo de asado, y mirando un trozo de su amiga en el tenedor, piensa: "Bah, no era más que una vaca".

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