Los ojos ciegos y las mentiras
Los ojos de Berta no solían ser ojos perdidos,
blancos. Tanta mentira la dejó ciega, pues hay una cantidad de mentiras que el
cuerpo puede soportar hasta que se te caen las orejas, se te pone rancio el
corazón o quedás ciego como Berta. Su tía Rosa le dijo que conoció a un vecino
que nunca pudo dejar de hablar, ahora habla sin pausas… para evitar tanta
mentira será. La mentira te enferma. Los médicos de Berta nos aseguraron que había
quedado con los vidrios empañados por la angustia que le causaba ver a alguien
mentirle a los ojos.
Ahora está sentada en el banquito de una plaza,
el frío se convierte en escalofríos cuando se acerca una brisita de éstas de
invierno, y ella sacude un poco los hombros. Le aconsejaron muchas veces que
estuviera en la casa, a esa edad tomar frío no es recomendable; no recuerdo cuántos
años tiene Bertita, pero serán ya unos setenta. No es vieja, no, y las
arruguitas la hacen lucir aún más bella que cuando andaba por sus treinta; pero
lo más lindo que la edad le dio es su pelo canoso: lo lleva algo más larguito por
debajo de los hombros, y cuando el sol pega fuerte se transparenta un poco y
brilla como la luna, a veces blanca, a veces plateada. Es algo muy bonito en lo
que no se ha fijado.
Cuando me detuve en las personas que le mintieron
a Berta, se me ocurrieron algunas situaciones en particular. Lo hice muchas
veces porque, de todas las personas que conocen a Berta, nadie ha tenido ni un
problema con ella y, por eso, nadie siente la necesidad de mentirle. Todos nos
enfurecimos cuando supimos que había quedado con los ojos blancos, buscamos
culpables por todos lados. No, ella jamás se hizo ni un drama.
-
Ma,
viste ese jarrón color amarillo con arabescos dorados grabados en la porcelana,
ese que trajiste de Japón…
-
Sí,
¿Qué pasó con el jarrón?- dijo ella serena y sonriente, con los ojos negros
achinados dulcemente.
-
Lo
rompí, ma, perdoname, sé lo que amabas ese…
-
No
pasa nada, ¿Te lastimaste? ¿Levantaste los pedazos?- preguntó ella, y ¡qué
mirada tenía!
Pero no es una santa, a veces le cuesta no
hacerse drama. En una ocasión, su marido le fue infiel, y fue “la última
ocasión” para él. Berta ya se lo veía venir, inteligente mujer es, hasta que un
día le preguntó expresamente: “Tito, vos me fuiste infiel, ¿verdad? Y, si no me
equivoco, fue el sábado pasado, aquella noche en que ibas a ir a la casa de
Gustavo, ¿verdad?”, soltó mientras tomaba un sorbo de té esa mañana. Las manos
y la voz le temblaban un poco. El sol entraba por la ventanita de la cocina y
dejaba anaranjados los azulejos de las paredes. Cuando ella soltó la pregunta,
dejó tranquilamente la tacita sobre la mesa, la madera que rechinaba por los
pasos de Tito que iba y venía para hacerse el desayuno cesó toda música y él,
girando los talones, mortificado e inmóvil como una estatua, la miró a los
ojos, el corajudo, se acercó a ella y le dijo: “Sí. Perdoname, mi amor, no sé
por qué lo hice con tan maravillosa mujer al lado mío. Fue un error, por favor,
perdoname”. Por supuesto que Berta jamás lo perdonó, pero guardó la calma, y a
los cinco días él ya estaba viviendo en otro departamento. Sin embargo, finalmente
le dijo la verdad, así que lo descartamos como responsable de la ceguera de
nuestra Berta, pero le dimos una paliza de todas formas.
Tiene un sentido de la audición
especial, que aprendió a desarrollar con el tiempo, en estos veinte años que
duró su ceguera. Y era algo de lo que se sentía orgullosa, nos lo dijo, puede oír
todo sonido que ocurra en nuestras casas si hacemos silencio, y cuando digo
“todo sonido”, es eso literalmente. A veces sucede que las agujas del reloj
suenan un rato hasta que ella dice: “Y cucu, cucu”, el pajarito de madera sale
disparado del viejo reloj para cantar las doce, y ella se ríe con satisfacción;
hace unos cuántos años, mientras conversábamos todos los vecinos, todos viejos
excepto yo, ella me advertía por lo bajo: “Parece que el hermanito de José está
escondido debajo de la cama de tu habitación con Pri, otra vez”, y yo iba todo
enojado con los hombros encogidos y las cejas casi juntas a buscar al hermano
de José y arrastrarlo de la ropa desde debajo de mi cama. Además oye sonidos
asombrosos que me enseñaba a escuchar cuando yo era chiquito.
-
Hacé
silencio… más silencio, silenciá la respiración- al principio yo no oía nada.-
¿Sentís ese trequete trequete trequete
que se escucha más allá de las hojas de los árboles, más allá de esos chicos
jugando y más allá del sonido metálico de aquella hamaca? Concentrate, cerrá
los ojos.
La primera vez que le dije que sí –porque jamás
le mentí- fue glorioso. Salté y bailé gritando por la plaza “¡Lo escucho! ¡Lo
escucho!”. Al lado de semejante emoción que conllevaba quedarse quietito y oír
el mundo, jugar al yoyo quedaba obsoleto.
Esta es Berta, la amable y amorosa Berta, la espontánea
Berta, y la severa cuando de moral se trata, Berta. Ahora, también, la ciega
Berta, y todos enfurecidos buscando los responsables.
En este momento, trenzando recuerdos,
recordando con las manos, puedo verla en la plaza, inmutable, oyendo el mundo,
oyendo las hojas escarlata explotar en mil pedacitos debajo de los pasos de
quienes caminan frente a su banquito de madera fría y patas de hierro. Si
pudiera ver cómo le caen las hojas a su alrededor, quedaría fascinada ante el
espectáculo que es esta lluvia de hojitas pequeñas y grandes volando frente a
ella. El pensamiento me envenena, pero me conforta saber que de seguro las está
oyendo caer o flotar en el aire.
Pensamos en el verdulero.
Una luminosa tarde de verano, ella fue a
comprar naranjas. Se paró frente al verdulero, lo saludó con simpatía y le
pidió jugosas naranjas con que pudiera hacernos exprimidos a los vecinos y sus
hijos. Nos acogió en su casa más seguido desde que se divorció de Tito, pobre
Tito, lo vimos llorar en la puerta de Berta durante meses. Cuando volvió,
estábamos los seis vecinos de siempre en la puerta de su casa: Nora, su nieto,
José- un fastidio-; mamá, papá, Pri y yo ¡Lo apenada que estaba cuando se puso
a exprimir esas naranjas! Secas estaban, secas como si estuviera intentando
exprimir una bola de billar. “Bien, bien jugosas”, comentó que le había
prometido el verdulero. Cuando Berta se puso ciega unos años después, fuimos en
su búsqueda. La mayoría de nosotros pensaba que, después de tanto tiempo, era
improbable que se debiera a esa mentira, puesto que de esas tendrían que haber
sido como cincuenta para que alcanzaran a nublarle los ojos, pero no nos
interesaba, buscábamos culpables. El verdulero, que adora a Berta, nos aseguró
que jamás le mentiría, que se habría confundido de naranjas y que estaba
apenado por eso. Le dimos una paliza, por las dudas, y lo descartamos.
De esta misma forma la habían engatuzado
alrededor de doce o trece personas más. Pobres individuos, me daba un poco de
pena ver cómo los más grandes descargaban los puños sobre sus caras; o el vaivén
de sus piernas al estrellar los zapatos filosos sobre sus abdómenes… yo era
chiquito, a lo sumo les habré tironeado del pelo cuando me indicaban que lo
hiciera. Pobres mentirosos. Pobre Berta. Ni idea tenía ella de que estábamos
buscando al responsable.
Caen las hojas a su alrededor… un espectáculo,
como dije, y es entonces cuando me entero.
Un hombre robusto de cabello canoso se aproxima
a ella, con los hombros algo caídos que caracterizan a las personas que llevan
una carga culposa y los ojos apuntando hacia abajo ¿Quién es?
-
Héctor-
y ella alza el mentón dignamente, como si pudiera verlo. Si fuera así, ¡Pobre de él! Los ojos de ella serían peor que cualquier juicio.
-
Berta,
¿cómo te diste cuenta?
-
En
una de tus cartas que me leyó Pri… escribiste que querías enamorarme. Nunca que me amabas. Lo medité, y lo entendí. No quería verlo.
-
Pero
te dije, también, que te amaba.
-
Ese
fue el problema ¿Para qué lo hiciste?
Veo a este hombre mirarse los pies. El
bastardo no puede tolerar tenerla enfrente, verla ciega. Parece balbucear una
respuesta, moviendo las manos, confundido. Tengo los ojos bien abiertos y estoy
haciendo una mueca extraña con el rostro como esas que hacen las personas
cuando analizan algo bajo una profunda concentración. En medio de un ademán ostentoso,
él toma aire profundamente, infla un poco el pecho, abre la boca para decir
algo y lo veo salir corriendo, huir. Voy uniendo cabos. ¿Berta tuvo otro amor
aparte de Tito? Héctor está escapando. Llamo con un silbido ensordecedor a un
vecino conocido que está en el parque, señalo a este hombre mayor, y en un
alarido alarmante, exclamo estridentemente: “¡EL HOMBRE QUE DEJÓ CIEGA A BERTA
ESTÁ ESCAPANDO! ¡LA
ENAMORÓ SIN INTENCIÓN DE AMARLA!”.
Soy muy consciente de que Berta me está escuchando, pero no me
interesa nada más que darle justicia. Ella queda ahí, ignorando mis gritos,
parece sonreír. Veo a mi derecha a Carlitos, todo emponchado, correr en busca
de alguien como si su vida dependiese de ello. Enseguida se atolondran
numerosas personas alrededor del viejo. Pobre Héctor… bueno, tuvo una larga
vida.
Bertita está sentada en su banquito, esta vez
no pareciera importarle que alguien esté siendo herido. A su izquierda cae una
hojita verde de un árbol repleto de hojas color bronce que van turnando su
caída y, como lluvia, me van envolviendo a mí también a medida que me acerco a
ella. A lo lejos suenan los chillidos de cerdo de Héctor que seguramente se
estará arrepintiendo de haberla enamorado. Levanto la hoja color del césped en
verano y la miro a los ojos, la acomodo en sus manos y voy notando el cambio
que hace la verdad a las personas. Sus ojos vidriosos se van desempañando y se
van mojando sus mejillas arrugadas y cálidas, los ojos negros van dejando de
ser esmerilados, su sonrisa se me hace más real y su pelo brilla como la luna.
Nos miramos. Cuánta paz tiene Berta.
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