La miró a los ojos, angustiado, esperando que Anita le devolviera la mirada, pero ella hizo algo mejor: le dedicó una suya más profunda y alegre. Alrededor de ellos crecían los pastizales, podían sentir el aroma de la pronta primavera y oír cada tanto el galope de caballos a lo lejos. A Vicente cada sonido le parecía como el de la aguja de un reloj malicioso, sincronizado a los latidos de su corazón apelmazado. Anita había crecido en el campo. Huérfana, se había criado con el dueño de las tierras en que vivía, que, desde su nacimiento trece años atrás, la había alimentado y le había brindado un hogar. En sus ojos se veían los gestos dulces de los hombres, la belleza del mundo, la inocencia de los niños, el amor de las madres. Sus pestañas causaban el viento suave del aliento, su sencillez apaciguaba a quien se tomaba el tiempo de conocer su pureza. No conocía el rencor y, así algo torpe y falta de inteligencia, sab...