Sí que te escucho.
                El lunes 20 de Febrero del año pasado, esperaban el tren en la estación de Lourdes, un alguien y vos, entre el cemento ardiente, y el sol fulgente de ese verano que pasaba, intercambiando gestos hastiados cada tanto por el calor que los oprimía y los volvía pegajosos. Recuerdo que me dijiste haberlo abrazado de todas formas durante algunos segundos, haber sentido cómo tu blusa colorada se alzaba un poco por el viento que acarreó el tren al llegar, y haberlo soltado luego, algo arrepentida. No había calor, dijiste, que les pudiera haber arrebatado el buen humor; no había frío, gesto, demora, postura política, religiosa, nada que pudiera contra los preciosos ojos dorados que te amaban, o contra tus ojos como perlas negras que lo amaban a él.
                A este alguien no le gustaba soltarte la mano en ningún momento. Cuando querías buscar algo en tu cartera, o sentías picazón, tenías que hacer algún sonido, o avisar: “Eh… quiero… rascarme… la nariz”. Cuando cargaban con muchas cosas, reorganizaban las unidades;  y cuando compraban algo, él llevaba todas las bolsas en la mano derecha, para tomar una tuya con la izquierda. Me contaste que a veces era poco práctico, cuando había demasiada gente en la calle esquivarlos se convertía en un desafío. Otras veces él simplemente olvidaba soltarla, como cuando vos te detenías con la intención de acariciar a algún perro en la calle, todavía lo vivís haciendo, o levantar una flor para incrustarla en la ranura que dice "correo", de alguna puerta al pasar. Una vez rezongaste porque él decidía una dirección y te guiaba hacia ella, y no se mostraba flexible cuando lo hacías vos… luego de eso se mostró tan dócil que acabaste por sentirte indecisa y le cediste el mando. Siempre acababan riendo o jugando, como niños... éramos todos algo niños, entonces.
                El 20, en la estación, él te llevaba de un lado para el otro hacia donde quería y, a pesar del calor sofocante que les humedecía las manos volviéndolas algo resbalosas, no te soltaba. Un pájaro apareció entonces, cantando una nota aguda y vibrante a unos pasos de ustedes. De color ceniza y blanco, con ojos como perlas negras, parecía querer decir algo, yo creo que era tu consciencia. Caminó dando saltitos veloces hasta quedar posicionado sobre uno de los rieles y luego desapareció de su vista planeando bellísimamente ante sus ojos. Escondido detrás del cemento caliente de la estación, no cesó su canto, y más tarde surgió otro de su misma especie y gracia. Compartían ustedes esta debilidad por las criaturas que los unía bastante, uno de los pocos aspectos que les hacían parecerse. Se quedaron unos segundos apreciando las aves hasta que una repentina admiración por su encanto dulce y poderoso hizo que le preguntaras a Alguien si te parecías a ellas, pestañeando un poco para simular un aleteo. “No”, respondió, vos decís que afectuosamente, “Vos sos un ser humano”. Lo acepté, pero te podría haber dicho que sí, pero vos también lo aceptaste, porque tenía razón. Me pregunto cuál sería su respuesta hoy, que te es ajeno como le son las aves, que te alejaste velozmente, te escondiste de sus ojos, saliste volando.

               Lo último que me contaste, fue que hace poco la lluvia explotó con ferocidad, y con razón: me acuerdo de que hacía un tiempo, la humedad aumentaba hasta el punto en que resultaba dificultoso respirar. Adentro del departamento una corriente de aire te refrescaba cada algunos minutos, entrando por la ventana junto al árbol y escapando por la de rejas blancas que daba al patio. Los truenos parecían sacudir un poco todo, y los relámpagos iluminaban la noche del interior del departamento. No sé si Alguien lo notaba, sólo podías ver su espalda, que terminaba encorvada sobre la silla del escritorio de la computadora, con la que se fundía. Evitabas mirarlo desde otra posición que no fuera ésta, puesto que su frente sudorosa y su sonrisa siniestra te aterrorizaban. Por unos minutos diste vueltas alrededor de la mesa, enmudeciendo los sonidos de tiros, teclas, armas, teclas, gritos de gente asesinada; fuiste a la cocina, pusiste agua en la pava sin ninguna intención de usarla, volviste al living, acomodaste una silla detrás de él, te sentaste en ella, posicionaste tus manos tibias sobre sus hombros sin que lo notara y lo extrañaste. “Respirar no debería ser siempre tan doloroso”, me dijiste. Ibas a intentar besarlo, pero lo imaginaste cerrando los ojos un solo instante para encajarte un beso, apartar la cara bruscamente, mirar a través tuyo y quedarse tildado nuevamente, con las luces multicolores reflejadas en sus ojos, que solían ser dorados, y el impulso del beso se desvaneció como una nube entre sus sombras. Miraste la espalda estática, de piedra, que te ofrecía, y apoyaste tu cabeza en ella. Escuchaste cómo los dedos que solían acariciarte se movían violentamente sobre el plástico negro, le oíste una risa espeluznante que te puso la piel de gallina y, sin mirar sus ojos rosados, profiriendo su nombre en una nota aguda y vibrante, suspiraste su punzante indiferencia y volviste al 20 de Febrero, al abrazo, a los ojos dorados, al vuelo de tu blusa colorada y de los pájaros, al viento del tren que se fue.

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