Lidia se va


     La panza de la pequeña Lidia se inflaba y desinflaba con desesperante velocidad, reteniendo y soltando las ganas angustiosas de rogar a su abuela que esperara, que le diera unos días, que no cerrara la puerta, que el diente se caería solo, o que podría sacárselo el tío Elías de alguna forma.
-                                - “Ese diente molesta a los demás, y se puede infectar, por eso hay que sacarlo, chiquita. Esta es la forma más rápida. El ratón Pérez va a estar contento, te va a dejar moneditas para comprar las golosinas”.
                La tensión que impulsaba su rostro un poco más adelantado que el cuerpo hacia la dirección de la puerta –que causaba el hilo, atado a su diente como una piedrita blanca- le daba un miedo que apenas podía contener y que bloqueaba, incluso, la ruta de sus lágrimas quedadas en el camino, retenidas en sus ojos. Lidia alimentó sus pensamientos con la idea de que le dejaría una nota al ratón Pérez al dejar ese mismo diente bajo la almohada, notificándole los métodos crueles de su familia. Un globo, su pancita, bajo ese vestido de volados amarillos que su madre tanto amaba verle puesto. Un rayo atravesó el fondo del patio, justo detrás de un naranjo, en el momento en que la nona estaba a punto de cerrar la puerta; su luz repentina les hizo cerrar un poco los ojos y los dejó a todos viendo lucecitas blancas por unos minutos.
                En ese preciso momento, un hilo unía a la pura Lidia con el picaporte de la primer puerta de una seguidilla que se fue cerrando con el correr de los días, hasta hoy, en que un hilo une a la rencorosa Lidia con el picaporte que está a punto de cerrar tras sus espaldas.       
                Corta el hilo de un tirón, no le duele con la intensidad de aquel diente; o tal vez sí, pero no es el mismo dolor, hoy tiene un tinte de remordimiento. Mientras una perlita salada y húmeda cuelga de la línea de su mentón, piensa en lo intenso que es el rencor que siente. El problema es que ella es una coleccionista de detalles insignificantes. Algunos se le escapan, pero no los que le estuvieron inflando el globo de su barriga, sobre todo, estos últimos días.

                Atraviesa el patio, camina junto al naranjo y se detiene tan sólo unos segundos para respirar debajo de él, su aroma delicioso como una tarde tibia de verano. Ahora, durante la noche, una luz blanca juega a traspasar las hojas del árbol y dibujar sombras sobre su rostro de ojos cerrados y expresión serena, de piel tersa por las lágrimas previas y palidez que fue desarrollando paulatinamente la tristeza. Arroja el bolso hacia arriba, hacia dos ramas que lo sostienen firme, y trepa ágilmente dirigiéndose hacia un muro de ladrillo sobre el cual arroja nuevamente el bolso y salta. Ya no se la ve por ningún lado. El patio azulado recibe silencioso el canto de uno o dos grillos que no se ven –nunca se ven-, y una brisa suave agita las hojas de este naranjo que nunca había estado tan solo. Once años tiene Lidia. En unas horas sus padres van a llevarse el peor susto de sus vidas, a causa de esas pequeñas decisiones que completaron su colección de detalles.

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