Abrir un cofre y una lata

           Si el techo hubiera decidido derrumbarse, seguramente los libros de Julio y Andrea los hubieran protegido a ambos, pues parecían reforzar las paredes a lo largo de todo su recorrido alrededor del living -o los hubieran aplastado. Algunos de portadas serias y otros de títulos intrigantes, unos técnicos y otros puramente literarios daban color a la sala, además de cierta calidez. Ella había contemplado más de una vez la idea de ordenarlos por su color en lugar de autores, para que fueran formando una gama de tonos oscuros y claros a medida que se avanzaba hacia la cocina. Enseguida descartaba la idea, por el trabajo que les llevaría encontrar alguno específico que estuvieran buscando y porque no tenía la mínima intención de desempolvar el sector más alto de la biblioteca.
            El viento golpeaba agresivamente los cristales y caracoles que pendían de los colgantes que ella había hecho y suspendido en la puerta de entrada y la que daba al jardín a través de la cocina, provocando un sonido armonioso que a él le relajaba la frente y las manos en sus momentos de tensión. Los vidrios de las ventanas también se hacían oír, junto a las hojas que se estrellaban contra ellos, provenientes del campo que los rodeaba… o del bosque –porque eso era, prácticamente- que habían instalado ambos en su interminable jardín.
            Julio dejaba que ella hiciera y deshiciera a su antojo en lo que respecta a la casa -a excepción de la cocina, por la que sentía cierto recelo- y más de una vez la ayudaba a concretar sus ideas y llevarlas a cabo, pues ella parecía obrar bajo un ferviente entusiasmo para la comodidad de los dos. Fue así desde el comienzo de su matrimonio, enriquecido por la admiración que sentían el uno por el otro y construido sobre el respeto que afianzaba su amistad.
            Andrea quería posar sus palabras en la pecosa y pálida piel de él, murmurarle su deseo; anhelaba sus discretas miradas azules incluso aunque estuvieran solos, y las cómplices cuando acompañados; oír en su voz el gozo de las sorpresas o de los pequeños detalles, proceder según lo impetuoso del capricho o las ansias que devoran… porque lo apreciaba.
            Él quería la presencia de ella y lo que venía con su ser de cabello castaño y cintura pequeña, sus palabras y pensamientos, su fidelidad y delicadeza. No había pasado un día en el cual no hubiera soñado con una vida que -por predecible, rica y segura- las manos ajenas aplaudieran… Por eso la apreciaba.
            Pero más allá de sus formas distintas de mirarse, un cariño rotundo los mantenía reflejando sus brillantes intenciones en los espejos de sus mutuos rostros… al menos antes del día de hoy. Se había ido generando últimamente cierta tensión en el aire, como una sombra entre ellos, que se fue haciendo humo y convirtiéndose en paranoicas sospechas que impedían que se vieran ya con la claridad de la inocencia que solía caracterizarlos.
           
            Una tormenta comenzó su recorrido por el cielo atravesando las nubes, cayendo grave sobre los árboles y sacudiéndolos con rigor.
-         ¡Ya sé qué voy a hacer: voy a cocinar algo para que comamos de postre!- exclamó Andrea, llena de entusiasmo.
Lo observó expectante como si tuviera que recibir algún tipo de aprobación antes de dirigirse a la cocina. Julio alzó apenas la vista por sobre el libro que leía, levantó una ceja, sonrió un poco y respondió: “Vos nunca cocinás”. Ella dejó caer los brazos a los costados de su cuerpo, alzó la vista al techo y le reprochó algo. En verdad rara vez cocinaban, así que después de comentarle: “vos tampoco”, se dirigió hacia la estantería, arrastró una escalera color blanco y subió hasta llegar a esa sección polvorienta de la biblioteca en la que descansaban profundamente tres libros de recetas, dos acerca de asuntos femeninos, cuatro o cinco diarios íntimos de su juventud y un cofre de madera tallada sobre la que relucían detalles de hojas de fresno en cobre. Tomó un libro cuya portada exhibía imágenes de suculentos postres, bajó de la escalera y la acomodó donde estaba. 
Enrique la siguió con la mirada hasta que desapareció por la puerta de la cocina y, dejando suavemente el libro sobre la mesa baja que ocupaba el centro de la sala, se dirigió sigilosamente hacia la escalera blanca. Había algo de cautela escondida en sus pasos, que se hacía silencio bajo sus mocasines e inquietud en su rostro, que volteaba cada algunos segundos.
Ella, ya en la cocina, cerró la puerta a sus espaldas y se mantuvo inmóvil por uno o dos minutos, mirando a su alrededor con fugacidad. Apoyándose un poco contra la puerta fría, se detuvo en el amplio ventanal, en las alacenas relucientes, en los inmensos recipientes que contenían la harina y demás; observó con los ojos entreabiertos la cocina y, viendo que nada se escapaba de lo normal, procedió a abrir y descubrir cada rincón, comenzando por los recovecos más recónditos.
Él tomó la escalera con prisa y escaló hasta estar de frente a ese sector que había ido ocupando progresivamente el aspecto de vedado para él. En verdad no le interesaba ningún asunto que éste contuviera… y eso es lo que había levantado sospechas: no había posibilidad alguna de que Andrea hubiera leído uno de esos cinco libros, sus diarios podían funcionar como una estrategia para mantenerlo alejado de su privacidad, y ese cofre… ¿De dónde había salido? ¿Siempre había estado ahí? Algo dudoso había acerca de ese rincón tan poco característico de Andrea, que parecía querer pasar desapercibido causándole la indiferencia que había logrado provocarle hasta ese momento.
“¡Claro!”, pensó ella, como dándose cuenta de una obviedad. Enrique pensaba como ella en muchos sentidos… ¿Por qué no lo haría en algo como esto? Si él escondía algo, sería de la misma forma que ella: situándolo ante sus ojos. Estiró las piernas, que hasta hace un momento estaban en cuclillas para facilitarle su acceso a la parte baja de las tuberías del lavabo, y volvió a revisar la mesada, esta vez deteniéndose a abrir cada frasco de fideos y de yuyos, cada lata de yerba, avena, azúcar blanca.
Julio acercó sus manos al pequeño cofre y, posicionando una por debajo, con la otra algo temerosa se propuso abrirla; al tiempo que una mano de ella se posaba sobre la tapa de lata y la otra, trémula, la rodeaba, dispuesta a descubrir su contenido.

En el momento en que el cofre se abrió, una repentina brisa le hizo cerrar los ojos y alejar un poco el rostro debido al desconcierto que le produjo, pero a medida que fue amainando, lo deleitó. Contenía todo lo sensual y abismal, lo caótico y lo tibio, que se fue apoderando de su cuerpo algo bruscamente ¿Por qué, pudiendo confiarle la vida, se resguardó?  
En el momento en que la lata se abrió, la deslumbró, sin darle otra opción que cubrirse los ojos por un momento, pero a medida que fue adaptándose al resplandor, la hipnotizó. Exhibía todo lo honesto y transparente, lo claro y lo expuesto, que fue llenando su alma a través de una diáfana y mansa dulzura ¿Por qué, pudiendo tenerlo, lo deseó en secreto y guardó los suspiros?
El cofre, la lata, Andrea y Julio se abrieron esa noche tormentosa.

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