Un sueño hecho realidad

        El automóvil cada uno o dos minutos da un salto debido a las calles pedregosas que forman el mapa del pueblo, y la risa de Lina se intensifica cada vez; entonces, los cinco pasajeros se despegan del asiento tan sólo un poco y al mismo tiempo. La brisa va jugando con el pelo de ella, la mujercita sentada detrás, junto a dos muchachos; y hace globos con formas graciosas al abultar sus camisetas.
        Mientras esto sucede, la misma joven duerme plácidamente en un sofá floreado, con una mano sosteniendo su rostro y la otra sutilmente tomando la almohada. La gente va llegando para rodear su silencio, su burbuja airosa de ideas creativas que suben de a multitudes a su mente como a un tren, con artilugios en su equipaje, para bajar del sueño luego de concretado su papel ¿Quién diría que alguien fuera capaz de dormir con semejante despliegue? Al fin y al cabo, se trata del escenario de un teatro, donde actores y personal traen y llevan muebles, atrios y todo elemento necesario para convertir dicho espacio en otro diferente. Veo a más y más personas ocupando las butacas y dejando -donde pueden- mochilas y bolsos con medias, camperas de abrigo, trajes de baño, artículos de defensa personal, protector solar, bufandas y elementos de lo más absurdos para traer al teatro, como un telescopio acá y allá, uno o dos escudos y hasta paracaídas.
-          ¡Susana! ¡Traé el libreto que está sobre ese escritorio!- demanda en un alarido un hombre paliducho y flaquito que está posicionado justo a un lado de la mano de Lina, la que aferra a la almohada mullida.
-          ¡No! ¡¿Para qué?!
-          ¡Para practicar las últimas líneas! ¡No me hagas gritar, Susana, trae las fotocopias!
-          ¡Va a ser casi todo improvisación, lo hacemos todos los años!- Y Lina duerme profundamente.

 Detienen el auto en una esquina. La luz veraniega les pega a todos en los ojos, a excepción del joven de lentes de sol que habla con ella, justo en medio suyo y de su hermano mellizo; gemelos dicen que son, Lina no lo cree… y le es irrelevante, sobre todo en este momento en que la risa la domina y envuelve, iluminándole el rostro y las manos mientras hace ademanes alegres. Mira hacia su derecha y nota un hombre de baja estatura cubriéndose los ojos del sol, que pega en el auto y, formando una manchita blanca sobre el capó, rebota en su rostro y en el de todos quienes la contemplamos dormir. Ah: Lina no se pierde ni un detalle que sus ojos alcancen a captar. En la parte de adelante de este hermoso VW Golf Cabriolet color rubí van Adelaida y Santiago, Adelaida al volante. Adelaida y Santiago van intercambiando palabras tímidas cada algunos minutos; salen por primera vez, y por tímidos han organizado la cita con sus amigos llenando los silencios. Adelaida aparenta ser algo más grande que Lina, por su semblante serio, nublado; cuando ríe se forman dos canaletas a ambos lados de su boca y suele llevarse la mano a la panza la mayoría de las veces, como si se le fuera a caer, de la risa. Santiago es de baja estatura y, dejando de lado su temprana calvicie y el temblor leve que se adueña de sus manos a veces, tiene un dejo aniñado, quizás por tener los ojos algo más juntos de lo normal, o por su piel pulida.
-         Ya vengo- dice Lina e, intentando recuperar de un tirón la mano que el muchacho tenía atada a la suya, se baja del auto.
Algo que me parece curioso sucede en ese instante en que apoya un pie descalzo sobre la tierra fría y áspera, dándole la espalda a los sujetos que esperan en el auto, a la gente, a todas las personas del mundo: se le va yendo la sonrisa. Saca el paraguas que guardaba en su bolsillo y camina hacia la esquina para desaparecer, como siempre.
Un misterio, Lina. Su vida está llena de esas esquinas en las que desaparece. Se la ve saltarina y feliz, con los ojos negros centelleando y los labios voluptuosos llenos de risa. Con grupos de gente, siempre; y nunca los mismos. No hay quien no haya estado con ella en una misma sala, no hay quien realmente la conozca y no hay quien no la quiera. Por eso está sola, por esto mismo que no logra entender.
En un minuto estás hablando con ella, conversando de cualquier disparate –porque no tiene límites conversacionales-, como abstraído en su burbuja, sin nada más que ocupe tu mente que los gestos de las manos que acompañan su voz entusiasmada, la cascada de su pelo, su aroma a bosque, su estilo porteño de marcar las yes… y al siguiente estás hablando solo, se fue y no te diste cuenta.
Ya no ríe, sólo sostiene el paraguas cerrado y se dispone a abrirlo bajo el sol, que se va escondiendo a medida que lo hace. La aparición de aviesas nubes negras obliga a Adelaida, Santiago y los mellizos a irse, pues Adelaida -debido a las bajas probabilidades de que se nublara- dejó el techo de su tesoro color rubí en casa. Así, Lina se aleja sola, pues no responde cuando se la llama… se hace llamar Lina, ¿Será su nombre?

Mientras toma el paraguas y dobla en la esquina, parte de su cabello yace suave sobre la parte baja del apoyabrazos del sillón, a unos metros de mi asiento, y otra parte casi toca el suelo al final de su caída sedosa. La orquesta va llegando. Samuel, queriendo hacerse el gracioso, se inclina un poco hacia adelante, hacia ella, y toca la flauta en su oído logrando que varias decenas de ojos se posen en él con irritación. Por supuesto que esto no podría despertarla; y nadie lo ignora pero, si lo hiciera, ¡Pobre Samuel! Hubiera sido el culpable de que cientos de personas perdiéramos dinero para venir a ver esta obra, después de todo, a Lina no se la puede culpar por despertar. También hubiera sido la razón de que todas las molestias ocasionadas para transportarla hasta el escenario del teatro en ese mismo sillón fueran en vano. La mitad del pueblo había tenido que hacer silencio para que no despertara y la misma cantidad de personas se había requerido para encontrarla en el preciso momento en que cayera dormida.
Samuel levanta la vista,  esconde la flauta detrás de la espalda y le dirige una mirada acusadora a un señor que se halla a su lado, de alrededor de ochenta años, que parece querer llevarse a la boca el libreto para comérselo, por la concentración con que lee. Entonces Lina hace un sonido gutural que deja inmóvil a todo ser viviente en el teatro por un minuto entero. Todos apuntando hacia adelante con los ojos perdidos como estatuas, sin animarnos a mirarnos entre nosotros, parecemos presos del tiempo. Aún duerme.
Pasada una hora cierran las densas cortinas de terciopelo, cortando el ensueño de quienes nos hallábamos como absortos en la tormenta por venir. La función se disfruta más cuando uno se escabulle unas horas antes de la apertura del telón, y cuatro o cinco horas más tarde, cuando el teatro está colmado de un público ya acomodado,  predispuesto pero algo nervioso, las luces comienzan a atenuarse y la pesada tela se divide a la mitad, deslizándose como mágicamente dejando a Lina a la vista nuevamente.
 Cuando forma un pequeño techo sobre su cabeza, ya no hay sol, y ella aún exhibe el desánimo que apareció cuando se encontró sola. Los espectadores la imitamos mientras suena detrás de ella y su sillón la majestuosa orquesta de la que Samuel forma parte. Más de doscientos paraguas se ven en el teatro lluvioso. Sola en el pueblo, Lina aparta el suyo un poco, alza el rostro con aire augusto hacia el cielo tormentoso, siente el aroma del diluvio a medida que lo inventa, va recibiendo las gotas, dejando que se posen como estrellitas en su cabello y desaparece al cruzar la última esquina.

Vivir de la misma forma en que duerme no es sencillo; al menos eso me advierte cuando alguien desea que sus sueños se hagan realidad.

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