Wendy
Su silencio no se parecía en nada a este que
necesito rellenar.
Recuerdo haberle dicho: “quieta”, “muerta”;
mientras la imagino en movimiento, viva, y agradezco que no haya entendido una
palabra de lo que le decía.
No entendía por qué me confortaba, pero lo
hacía sin darse cuenta.
No entendía que cuando mostrara los dientes, estaría
sonriendo en mi lenguaje.
No entendía que conectar nuestros ojos no era
desafiante para mí, hasta que supo que mirarlos era lo que más me gustaba de
nuestro vínculo –además de sus mano-patas (las delanteras), que separaba un
poco alzando las orejas cuando estaba a punto de ir a buscar su trapo (o una
media mía) a toda velocidad para que jugáramos, resbalándose siempre en el
suelo de porcelana- y empezó a sostenerme la mirada: primero de una negra y
fugaz vivacidad; después, de una serenidad verde y vidriosa, como un bosque a
través de un ventanal empañado. Y no sólo lo dejó empañado, también abrió una
puerta que con las patas no se puede abrir, que con mis manos no puedo cerrar.
Me di cuenta de que sí tenía pestañas, del
color de su pelo, le daban la misma femineidad que ese pañuelito floreado que
le puse para que no la confundieran con un macho, algo que, por su forma de trotar altiva, segura –y obviando su barba- no le hubiera sucedido a un buen
observador.
Muda era, y menos muda que cualquier otra
criatura, menos muda que yo, que a veces quiero hacer algo que no hago por no
expresarlo o afrontarlo; eliminó los “me da vergüenza” o “voy a quedar mal” de
mil momentos desde mis nueve años, como correr a toda velocidad con ella por la
calle, reírme y hablarle; o hacerla salir con fingido enfado –porque en verdad
me llenaba de simpatía- de entre las góndolas del supermercado chino del
barrio, para que me esperara sentada en la entrada. Esperar era tan tortuoso
para ella como lo es para mí, y me daba cuenta por cómo le temblaban las
mano-patas de las ansias que la dominaban cuando le indicaba quedarse en el
cordón de la vereda de enfrente hasta que pudiera cruzar como una flecha, adelantándome
un poco el paso.
Desde el mutismo no me podía pasar factura, y
por eso lamento que haya tenido que estorbarme para volver a sentirse notada,
pero tampoco entendería si le pidiera perdón, no sabría de rencor ni de
remordimiento, de egoísmo, nunca lo supo. Ojalá supiera que siempre fue notada,
como lo sé ahora frente a la ausencia de su silencio, que purificaba y ocupaba
casi todo el aire, y no se parecía en nada a este que dejó.
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