La lluvia se evapora esta mañana, y su aliento me llena la boca mientras lo miro, mi perfume le enreda el bosque del pelo y cruza su piel con la mía; abundantes palabras de dos letras no significan nada fuera de los suaves rincones que habitan el sabor del fuego, la tensión de sus brazos, los pliegues de mis rodillas, y de las sábanas, el instante de mi pausa que él ocupó toda y cuatro manos de plumas que con los roces se elevan y quieren abarcar todo como garras mientras el delirio devora a la razón, desarmada, complacida. Donde su cadera exista, estará la mía y yendo y viniendo encima me latirá su corazón galopando en el terreno tibio de un pecho desnudo que no es el mío porque lo obedece, y es la línea de mi nuca el dominio de unos labios que no son suyos porque mi nombre los desata. ¿A dónde vamos sin querer llegar? Los bordes de nuestros dientes se lanzan, gruñen y se dejan; por los bordes de sus dedos me ca...
Le trae rosas, el monstruo que le agrada, que perturba y huele delicioso y dulcemente envilece lo precioso y sagrado de la caricia dorada. Se asegura de que quede intacta su lágrima del tamaño de una estrella aún en el borde del ojo, para ver cómo ella se compadece y se retracta. Cruzando las garras sobre el pecho donde su corazón inmenso desespera, promete encontrar la manera de tornar ameno lo que infausto ha hecho.
¿Cómo hago para quedarme Y fundirme en su rostro como su primer arruga la primer cana de las cejas inadvertida y sustancial hasta que el aroma silencioso de abuela la cubra como al fuego y la apague?