Wendy
Su silencio no se parecía en nada a este que necesito rellenar. Recuerdo haberle dicho: “quieta”, “muerta”; mientras la imagino en movimiento, viva, y agradezco que no haya entendido una palabra de lo que le decía. No entendía por qué me confortaba, pero lo hacía sin darse cuenta. No entendía que cuando mostrara los dientes, estaría sonriendo en mi lenguaje. No entendía que conectar nuestros ojos no era desafiante para mí, hasta que supo que mirarlos era lo que más me gustaba de nuestro vínculo –además de sus mano-patas (las delanteras), que separaba un poco alzando las orejas cuando estaba a punto de ir a buscar su trapo (o una media mía) a toda velocidad para que jugáramos, resbalándose siempre en el suelo de porcelana- y empezó a sostenerme la mirada: primero de una negra y fugaz vivacidad; después, de una serenidad verde y vidriosa, como un bosque a través de un ventanal empañado. Y no sólo lo dejó empañado, también abrió una puerta que con las patas no se puede abrir, que...